Metáforas

Creo que no hay nada más complicado que hablar sobre uno mismo. No digo escribir, digo hablar. Escribir es sencillo. Todos, en mayor o menor medida, hemos escrito alguna vez sobre nosotros mismos. Tal vez en un blog personal como este, en un diario o en una libreta. Pueden ser frases sueltas, palabras sin más o, quién sabe, puede que, a fuerza de sacar y sacar de dentro, acabe dando hasta para un libro… como quien estira una cuerda que parece no tener final o un hilo que queda más largo de la cuenta al enhebrar (lo siento, pero no sería nadie sin mis metáforas locas).

Pero hablar es distinto. ¿Nunca os han preguntado a bocajarro un tan amplio como ambiguo «¿cómo te defines»? Sí, sí. Como si fuera fácil definirse en voz alta. Y te quedas mudo, balbuceando como un niño que está aprendiendo a hablar, pensando en qué decir y cómo hacerlo para que no piensen esto o aquello. Como si nos fueran a juzgar por el tono o el gesto, o el rubor de las mejillas. Como si fuera malo, en realidad, decir cosas buenas de uno mismo por poder parecer egocéntrico, o malas por sentirnos expuestos e indefensos.

Puede que, básicamente, lo que más nos aterre de verbalizar nuestras cualidades y defectos cara a cara es que puedan adivinar a través de nuestra mirada lo que no decimos, lo que subyace, lo que duele de verdad o hace tan feliz que no queremos contar para que no se esfume como un hechizo a las doce de la noche. Por eso siempre es mucho más fácil escribirlo.

Cuando tú sacas de ti todas las partes feas del cuento y las plasmas en un papel, nadie salvo tú puede verlas. Tu mirada sigue siendo tuya, con sus sombras y con los mil colores que brotan del arcoíris. Creo que por eso dicen que solo cuando nadie mira podemos ser nosotros mismos. Creo que por eso, hoy en día, hay tanta gente que escribe. Igual es que no somos tan libres como creemos y ansiamos volar entre letras hacia un lugar en el que cada uno pueda ser de verdad como quiera.

Hace poco me tocó decir qué pensaba de mí misma, cómo me veía. Tras unos segundos resoplando, como si estuviera en un examen oral, lo primero que me salió fue algo tal que así: «Romántica, pero no romántica en plan solo pareja, no, no, me refiero a romántica del nivel de ver cosas bonitas en todas partes. Ah, y soñadora desde pequeña. Creo que por eso me hice escritora». Al instante pensé que había parecido una cría con esa definición, una niña atrapada en un cuerpo de treinta años. Respiré y, un poco avergonzada de haber sacado esa parte “buena”, me ataqué de pleno con la parte mala: «Creo que soy perezosa, no hago nunca nada de lo que quiero hacer al llegar a casa».

Vale, sé que no es algo muy negativo, pero me moría por meter algo aunque fuera con calzador. Una de cal y otra de arena. Lo malo es que, al menos en público, casi siempre optamos por la cal, porque mucha arena queda fatal (eso creemos). Y lo peor: muchas veces no sentimos ni que la tengamos.

He aquí el mal de todos los males. Vivimos en un presente que nos obliga a querernos a nosotros mismos —sobre todo si somos chicas— pero no nos da las herramientas reales para poder hacerlo. A ver si me explico. Los que odiéis las matemáticas me entenderéis: esto es como cuando no tenías ni idea de resolver un problema y alguien te daba el resultado. Esa alegría efímera de salvar el culo se terminaba cuando, en un examen, tenías que arreglarlo de principio a fin tú solito, sacar conclusiones y razonar tu respuesta.

Mi resumen es que de nada sirven las frasecitas de marras y el «Jo, tía, anímate, que tú vales mucho» si se ha estado cavando durante años en el subconsciente con mensajes continuos sobre lo que es la belleza, el amor, la felicidad y el peso ideal. Querer reeducar a una sociedad con frases de Coelho sin poner soluciones con fundamento que se puedan explicar en un examen final no sirve de nada.

A la mierda la falsa autoayuda de las redes sociales. He dicho.

Sinceramente, voto por hacer lo que queramos desde nuestros blogs, diarios o libretas. Voto por seguir consejos de quotes si creemos que los necesitamos. Voto por encontrar el bienestar como sea, a pesar de que repartan mal el temario y a veces nos cueste seguir adelante con paso firme, queriéndonos tanto como nos dicen que hagamos.

Pero, sobre todo, voto por hablarlo. Voto por no tener miedo a responder a quienes nos preguntan en voz alta, en la vida real, por nosotros, por nuestras cosas, por cómo somos o cómo esperamos ser. Que se acabe ese estúpido «qué pensarán de mí cuando acabe la frase».

Y que, si nos cuesta hablar de nosotros mismos o incluso de quienes queremos, utilicemos metáforas. Así se titula esta entrada y os aseguro que ellas son las que me han salvado la vida cuando no he sabido bien cómo narices contar algo para que se entendiera. Quienes me leáis desde siempre lo sabréis. Y sí, las creo necesarias para que el corazón y la parte sensible entren en la definición y, por tanto, sea completa. Son como la mermelada que acompaña la mantequilla o como cuando un piano entra de repente en una canción cuando no lo esperabas. Y qué magia.

Yo, si me tuviera que definir usando una, creo que sería como un cajón desastre lleno de tinta, gomas del pelo y cartas de amor. Puede que también como un árbol agarrado por los pies al suelo pero buscando el cielo con la cabeza. O qué sé yo.

Y a la persona que me ha regalado descubrir esta preciosa escena, le diría que él es para mí como la página que se pone interesante de un libro, desde la que te enganchas sin remedio. Le diría que es como descorchar una botella cuando ha pasado algo bueno o cuando no pasa nada, para hacer que pase. Le diría, además de esto, que es como un primer café y como la última gota de mi perfume favorito, que nunca quiero que se acabe.

Le diría que, sin él, las metáforas de hoy no serían más que la piel muerta de las de ayer.

Y que mi película favorita es Amélie desde hace un tiempo.

Metáforas. No hay nada como las metáforas para hablar claro y ser nosotros mismos aunque nos cueste.

Supongo que, para estas cosas, no hay nada como la literatura.

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