
Ya nadie mira
Ya nunca están. Y la verdad es que ni me había fijado hasta que mi madre me preguntó por ellos. Hasta este mismo verano —y cada tarde, a eso de las siete—, bajaban juntos de la mano y se sentaban justo ahí abajo, en el banco de enfrente de mi balcón. A ella le costaba andar. Él iba cargado con trastos día tras día: una silla plegable pequeña, de esas que no tienen ni respaldo.