Salas de espera

Creo que no hay nada más horrible que una sala de espera. Esas revistas del año pasado con noticias que ya huelen a caducado. Esos sillones de polipiel, que sobre todo en verano, tan bien vienen para la sudoración (cómo me gusta quedarme bien pegada a ellos). Ese hilo musical crispante, antiguo, inquietante. Esa máquina de agua aséptica, blanquecina, recalentada. Esa recepcionista mirando Facebook a hurtadillas, removiendo el café de máquina con brío.

Odio las salas de espera. Quien está en una sala de espera, no espera nada divertido, a no ser que sea una cita para un masaje o un cambio de look en la peluquería, o algo similar (y aun así, a mi por lo menos, las peluquerías también me ponen nerviosa, y hasta los masajes, dependiendo de quién sea el masajista, claro). Las salas de espera me recuerdan a vacunas infantiles, a dentistas, a dermatólogos y a traumatólogos. A sustos que dejan de serlo, o que aun siéndolo, son menos de lo que pensabas. Ayudan a querer mucho más a alguien de lo que pensabas que podrías quererle. A entender que la fragilidad no es cosa de cristales. A comprender que nada es para siempre.

A pensar mucho en qué pasaría si. A pensar mucho en qué pasaría si no.

A alivio, a calma tras la tensión, a paz.

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Quien espera desespera. Eso dicen. Se ve que el resto de gente tampoco es muy amiga de las esperas en general. Ya no tenemos paciencia, porque nos hemos acostumbrado a lo inmediato, a la carrera, al desenlace rápido e indoloro. A fingir que todo depende de nosotros, que nos sobra todo, que nuestro ombligo es el mejor ombligo. Y creemos que esperar es de mediocres. "Que nos esperen a nosotros". Eso pensamos. Y hacemos las cosas por control remoto, por inercia, por una obligación auto-impuesta, por un clic en el botón.

Esperar. Gran contradicción. Odio las salas de espera. Soy de las que piensan que si puedes ahorrarte cinco minutos, te los ahorras. Que si en esa cola de caja voy a terminar antes, me cambio. Que si hay mucho jubilado en el médico, me voy por donde he venido. Mi tiempo es oro. Pero luego pierdo los minutos de una manera sublime de cara a las cuatro moscas que me pasan por los ojos. Y pierdo los instantes en los que pienso en un montón de cosas que ya no vienen al caso.

Y trato de aclarar mis sentimientos con un buen centrifugado.

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Odio las salas de espera, pero al mismo tiempo reconozco que nos enseñan cosas. Supongo que esto es como estudiar matemáticas. Yo las odiaba con todo mi corazón, pero es un paso por el que hay que pasar si de mayor quieres comprar sabiendo lo que estás pagando, ¿no? Todo son lecciones constantes. Las salas de espera son necesarias entonces, supongo. Porque nos enseñan a valorar los relojes. Porque nos enseñan que lo vulnerable es lo que pinza lo más profundo, que morderse las uñas de preocupación es uno de los actos más bonitos de amor y lealtad que puedan existir. Que quien se muerda las uñas por ti, olvida todo lo demás, te quiere de una forma incondicional.

Supongo que, de alguna forma, todo en la vida consiste en esperar.

Y todos esperamos algo que nos cambie el rumbo. Una nota de examen. Un acceso a esa carrera. Un viaje que rompa las normas. Un mensaje que no llega. Un amor que nunca vuelve. Un amigo que se ha ido. Un análisis. Un café. Un te quiero. Y que alguien me diga que no ha esperado de más a alguien que no le ha echado de menos. Que alguien me diga que no se le paró el reloj en alguna sala de espera, por favor.

Porque, a veces, seríamos capaces de esperar en la sala hasta tener el cuerpo pegado, completamente pegado a la polipiel. Hasta que la recepcionista se marchara a su casa. Hasta que el médico se fuera con su maletín a otro lugar. Seríamos capaces de sacar la tienda de campaña, si fuera necesario, sólo por compartir cinco minutos con alguien. Por estar en una cola de caja sin final, compartiendo la espera, compartiendo este calor infernal.

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Y esperar. Esperar no es de mediocres. Esperar es de soñadores. Quien espera no desespera, porque está lleno de esperanza, y la esperanza nunca muere. La esperanza nunca es mediocre.

Nunca me arrepentí de haberte esperado hasta que las estaciones cerraron. Hasta que todas las estaciones cerraron. Nunca me arrepentí de tantas y tantas revistas leídas, de tantos vasos de agua, de tantos pictolines masticados en la espera. En la espera de tanto amor. En la espera de tanto sol. Porque quien espera, es que está vivo. Quien espera, ama, y si ama, parte de eternidad sentida jamás se marchará de su corazón.

Y no me arrepiento de haber perdido el tren, porque a fin de cuentas, no era el mío. Me quedé sentada en ese banco, viéndolo pasar, con cara de boba, sabiendo que no tenía asiento reservado, sabiendo que me caería una buena multa si me colaba. Sabiendo que en tu ventanilla no había más sitio que para tu maleta. Y lo entendí, al final. Gracias a esperar al momento indicado. Gracias a que le cambié la pila al reloj.

Y no me arrepiento.

Pero no te esperaría de nuevo.

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Ahora, en cambio, espero que los rayos de sol me despierten cada mañana. Espero un verano que me abra los brazos de par en par, un verano de los que sabes que te cambiarán por dentro, y no sólo por fuera. Ahora espero tantas cosas que me faltan días para ir tachándolas. Y a tantas personas, que no cabríamos juntas en ninguna sala de espera. Y tengo tantas ilusiones y sueños a los que esperar, que no me pesan las esperas ni el agua de máquina.

Ahora sólo espero seguir aprendiendo que las lecciones son siempre necesarias, aunque las odies, como las matemáticas. Aunque te crispen, como el hilo musical de la sala de espera del dentista. Porque siempre habrá algo que le dé sentido a ese aburrimiento, siempre habrá alguien por quien te morderás las uñas hasta los nudillos. Siempre habrá alguien que te quiera de forma incondicional.

Alguien que comparta contigo ventanilla. Y ya puestos. La vida.

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Relato editado e incluído en Obras de arte y otros relatos

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