Marrón clarito casi rosa
Nunca me ha gustado el color marrón. Mi pelo marrón me parecía soso. Mis ojos marrones, normales. La ropa marrón me recordaba al único uniforme de colegio que he llevado en mi vida. Y no me gustaba. Marrón caca. Marrón barro, con lo poco que me ha gustado siempre, desde niña, pisar en blando e ir dejando huellas. Marrón como sinónimo de problema. La de marrones que se nos vienen encima a veces, ¿verdad? Por eso, entre otras cosas, como que paso de él.
Porque no hay nada más poco motivador que enfrentarte a un marrón en el trabajo. Porque comerte una bronca siempre es un marrón. Porque que se rompa la lavadora es un marrón. Porque ir a un sitio por compromiso es un marrón. Porque estar con alguien con quien no te apetece estar es un marrón. Porque estar en medio de una discusión es un marrón. Porque no hay nada más chungo que saber que eres un marrón para alguien. Porque los marrones no avisan cuando llegan; por eso mismo son marrones. Porque ir al médico y llevarte un susto es mucho más que un marrón. Porque sentir que sufre alguien a quien quieres... es marrón oscuro, casi negro.
Ayer, en una de esas locuras que me dan a mí, en las que me planteo cosas como por qué unas palabras tienen connotaciones negativas y otras no, empecé a hacer una lista mental de cosas marrones que me gustaban. Para quitar el estigma, para empezar a ser más fan del color o a saber por qué... pero lo hice.
Empecé con el chocolate, cómo no. El café. El otoño. El bronceado de Ross. La cerveza Guinness. El tiramisú. Mi mochila de piel. Mi sombra de ojos favorita. La manta que cubre el sofá de mi casa. Las pecas. El tronco del ginkgo, que es mi árbol favorito. La piel del kiwi. Las castañas. Las almendras sin pelar. El Baileys. Mis ojos, que ya me empiezan a gustar más que al principio. Y, sobre todo, mi gato. Mi gatito, The Lion King en versión blandita. Te acabas de marchar y ya me faltas por todas partes. ¿Quién me va a toquetear el teclado ahora mientras escribo? Pequeño escritor, cuánto te voy a echar de menos.
A veces desearía parar el tiempo. En momentos. En lugares. En personas. En ti, pequeñín. Pero, por desgracia, el tiempo nunca responde a mis deseos. Debe de ser una especie de castigo o de venganza de todos mis relojes por llegar siempre tarde a todas partes. O del karma. O del no saber valorar las horas. Qué sé yo. Todo lo más bonito de mi vida —tal vez de la de todos, no lo sé— ha sido efímero. Puede que deba ser así para que aprendamos a valorarlo más.
¿Sabes? La gente dice que te he cuidado mucho, pero tú me has cuidado mucho más a mí. Me has abrazado cuando he llorado. Te has dormido encima de mí cuando sabías que necesitaba mimos. Me has mirado como si me entendieras. Me has hecho reír en unos meses en los que no muchos humanos lo lograban. De ti he aprendido a entender el amor incondicional, a elegir apostar por lo que quiero aunque sea complicado, a ser menos egoísta, a ser más responsable. Gracias, enano.
Gracias a ti me gusta mucho más el marrón, porque me has enseñado a comprender que los marrones se cogen por los cuernos, que siempre hay un motivo para alegrar la cara, por muchos que tengamos encima. Porque, gracias a ti, pasé del marrón oscuro casi negro al marrón clarito casi rosa... y eso, pequeñajo, nunca, nunca lo olvidaré.
Te dedico tu canción favorita.
Nos vemos en el arcoíris.

