Las estrellas y el chocolate caliente

No hace el mejor día para salir a la calle en Valencia, la verdad. He perdido la cuenta de las horas que lleva lloviendo, ya es prácticamente de noche y se podría decir que no tengo ningún plan en especial. Se me ha roto el paraguas, he perdido el bonometro, he tenido que comprarme una camiseta de manga larga para quitarme el suéter que me había puesto creyendo que ya estábamos en enero, y acabo de pedir un chocolate caliente que más bien parece un Cola Cao con grumitos. De todo, eso es lo que más me molesta.

Pero estoy bien. Tengo el portátil sobre las piernas porque he de enchufarlo en una estantería que hay sobre mi cabeza y el cable no da de sí para que pueda estar escribiendo sobre la mesa, como las personas normales. Pero todo está bien, de verdad.

En la cafetería en la que estoy —en la que jamás habría entrado de no estar diluviando— está sonando Eros Ramazzotti. Tienen el disco entero de «cosa más bella que túúú, cosa más linda que túúúú...» y bueno, siempre me ha puesto de buen humor imaginarme a Eros cantándola con una pinza de la ropa en la nariz.

Que estaba yo pensando que menuda vuelta al blog más chunga hablando de estas cosas tan random. En fin.

Huele como a basura de repente. Acabo de fijarme en que llevo toda la camiseta llena de gotitas de agua y bigote de chocolate. De mi pelo... mejor ni hablar.

Ya es de noche. A ver cómo arreglo esto, porque yo venía aquí con una intención, pero ya no la recuerdo. Como cuando voy a la cocina y se me olvida a por qué iba.

Se podría decir que no es el día perfecto para salir, pero cuando trabajas en casa te da igual que truene o haya un terremoto: llegado el momento, sales disparado. Como si alguien hubiera gritado “¡fuego!”. Pues igual.

A veces es agobiante. Soy tan solitaria, y tan animal de compañía y cariñosa a la vez, que a veces no sé qué lado gana de los dos. Y, aunque no me imagino a día de hoy con el culo pegado a una silla de oficina, añoro hablar con alguien más que con mi pobre gata. Aun así, estoy bien; es la vida que he elegido y me llena poder escribirlo en voz alta.

Y el caso es que no me quedo siempre en casa trabajando, que conste. De hecho, los trabajadores de Starbucks creo que piensan que soy la clienta misteriosa. Algunos hasta se saben mi nombre, cosa que me da cierta vergüenza porque recuerdo a muchas mujeres que venían todos los días a Zara y, aunque me parecían majas, pensaba que eran cansinas —algunas, no todas—. Ahora pensarán eso de mí, en plan: «Ya viene otra vez la tía del portátil. Bueno, parece amable, pero ¿no tiene casa? ¡Que se pague un coworking!».

La cuestión es que, en plena huida de mi hogar-oficina, escuchando lo nuevo de The Lumineers —igual ya tiene tiempo, pero para mí es nuevo— en los auriculares mientras estaba en el metro, me he puesto a pensar en que no sé qué narices estoy haciendo sin hacer lo que más me gusta: ser la chica de los jueves y escribir en mi no-abandonado blog, aunque parezca lo contrario.

Metida en mis pensamientos y en la canción que compartiré en breve, pensando en las mil cosas que me rondan siempre por la cabeza, he levantado la vista y ahí estaba. Un crío con su padre, corriendo porque tenía que bajar, con un ejemplar antiguo de Harry Potter sobre el asiento, a su lado. El libro estaba completamente hecho polvo, con el lomo roto y muchísimas hojas despegadas. El niño, con una técnica absolutamente estudiada, lo ha montado entero y, con una goma (de esas que, si las usas como coletero, te arrancan la cabellera), lo ha sujetado todo para que nada se perdiera.

Un libro destrozado —algo que cualquier persona tiraría y compraría uno nuevo— para ese chiquillo era un tesoro; se le notaba en la cara y en el mimo con el que lo protegía. Sin saber cómo, cuando se ha bajado, me he acordado de esa manía tan mía de coger cosas rotas y cuidarlas como el más valioso de mis bienes.

Puede que nunca haya dejado de ser una nostálgica, una romántica y una tonta perdida. O puede que, sencillamente, haya canciones que merezca la pena recoger del suelo y juntar sus pedazos. Y lavarles la cara, secarles las lágrimas, darles un abrazo y ver qué sale de ahí.

Porque, a riesgo de caer en errores del pasado, una es como es, y qué se le va a hacer.

Tal vez mi cometido en la vida sea sentir momentos corrientes como únicos, rascar en mi interior sin querer —o queriendo— y escribirlo desde el corazón como la única salida de emergencia que conozco.

Tal vez todos estamos destinados a algo. A estudiar qué sé yo, a enamorarnos de no sé quién o a tener cierto número de hijos. O a cosas menos significativas, como que nos guste Dirty Dancing, las series de Coronado (como a Magüi) o echarle curry a todo. Porque imagina por un momento que las estrellas sean mucho más simples y que, un buen día, te digan que el amor de tu vida, en realidad, es el chocolate caliente bien espeso. Pues no estaría mal.

Sea como sea, yo tengo claro que, si algo he aprendido de este año tan cabrón, es a enamorarme cada día un poco más de mis fallos, a comprender que nunca tendré la paciencia que me gustaría tener y a saber que, si es cierto que algo de nosotros viene grabado a fuego por sistema, lo mío es esa capacidad de emocionarme con gente que es capaz de salvar un libro roto hasta su último aliento.

Porque hubo un tiempo en el que yo también traté de salvar un libro roto. Y lo volvería a hacer.

Aunque me pasara de parada de metro en el intento.

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