Once años
Once años, once maneras de arrancar flores, once insultos muy educados. Once tartas con once velas, once minutos entre metro y metro, once palabras sin respuesta. Divagar en la línea once y soñar que, algún mes número once, algún noviembre de fino abrigo y cielo negro, la suerte me choque los cinco, me pegue un abrazo y me diga que se acabó la pausa. Y los anuncios, y la teletienda, y la música de contestador automático. «Puedes arrancar», me dirá, «puedes volar», repetirá hasta once veces. «Cada día», proseguirá, «no solo los jueves, le arrancarás líneas a las propias líneas, dibujarás caminos cortados, pintarás penas y te dará lo mismo lo que digan. No esperarás, no rogarás, no santificarás las fiestas ni disculparás pecados ajenos; no cederás pieles, ni terrenos, ni vaqueros. No suplicarás huecos, ni recortarás flecos. No te lastimarás la garganta de gritar, ni los tobillos de dar saltitos. Cada día, no sólo los jueves, creerás en ti. Obligatorio, necesario, urgente. Levantarás la cabeza, presionarás con la mirada, afilarás los dedos. El cuello firme, los pies desatendidos, el pelo hidratado. Agua, bebe agua también. Obligatorio».
En mi casa me desnudo, me desenredo y me desperezo como quiero. Despierto escribiendo, me duermo escribiendo, me moriré escribiendo. Esta propiedad, que no es mi casa pero sí mi vida, me necesita. He de barrer, fregar y perfumar. Debo comprar eucalipto, sábanas nuevas, un pijama poco apropiado para mi edad, una nueva cara con menos sombras. Debo preguntar a alguien que sepa más que yo si puedo escribir así —sin que se entienda—. Debo preguntar a alguien que sienta más que yo si esperará a que yo aprenda a sentir mejor o se marchará antes de que amanezca. Debo consultar si esto es poesía o sólo se le parece mucho. Debo mirarme al espejo, lanzarme un beso, desmaquillarme las pestañas, peinarme despacio. Debo llorar, lo sé, pero no me sale. Debo llorar durante toda una jornada, poner un contador, vaciarme como una jarra a la hora de comer. Llorar por quienes se obligan a no llorar, llorar por la purpurina que se convirtió en tristeza, por las manchas, y las rachas, y las alegrías.
Llorar como descanso.
Es mi casa y lloro si puedo.
Y miro atrás, a un tiempo en el que todo estaba por hacer. Todas alrededor de una mesa, los muertos en su sitio, el cubo de la basura precintado. Trabajo, amigas, películas románticas y ciudades francesas. Amores invisibles, helados de vainilla, despensas, altillos, martillos y ovillos. Todas suspirando, todas quietas, bien vestidas, cautas, histéricas. Valerianas, paseos, intensidad, malas hierbas. Y miro atrás, a un tiempo en el que era inocente, sensible y buena y no lo veía. Ciega, sin gafas, sin bastón. Once años después, con los deberes hechos, la porquería casi ha desaparecido. No queda grasa, ni polvo, ni migas, solo algo de moho. Respiro mejor porque sé hacerlo y porque entiendo que, aunque alguna vez falta el aire, lo recuperaré. Como el amor, y el dinero, y el deseo. Mi mayor anhelo no lo pongo por escrito porque no se cumplirá, pero mi segundo mayor anhelo es construir una máquina del tiempo que me lleve a todos los 13 de julio desde 2013 hasta ahora, para pedirme perdón por todas las veces en las que me rebajé para no rebajar a nadie, o me maltraté para estar ya malherida y que el golpe de otros no me doliera tanto, o descuidé mi luz, o me callé.
Once paradas en un ascensor mágico.
Once perdones a mí me debo.
Once millones de gracias a ti, que lees.