De paso

Nací con dos kilos de peso y novecientos gramos de insatisfacción. No pisé la incubadora, tampoco tomé teta. Corté la leche, corté el rollo, corté las fotos. Ningún álbum dedicado a mí: la Comunión, si acaso; mi boda, algún día. Todo estaba alborotado. No culpo a nadie.

Crecí pocos centímetros después de los once. Tampoco crecí a lo ancho. Era un palillo vestido de Zara. Pija, me llamaban. Crecí con una amiga imaginaria que se comía por mí la merluza rebozada del comedor del colegio, que resolvía los problemas de manzanas y peras, que decía: «Si pienso en el final de Titanic, solo por pensarlo, soy capaz de llorar».

Ahora navego entre los quiero y los no tengo fuerzas, entre los estoy bien y los seguro que algo me reconcome, seguro que algo está invadiendo mi ser, mis arterias, mis órganos, las cuencas de mis ojos. Ahora tengo más miedo a la enfermedad que nunca: a no recuperarme de un resfriado, a caerme en una acequia y que las lombrices se me suban a la espalda y trepen por mi pelo.

Ahora estoy entre un todo y una nada. Me molestan ciertas voces, ciertas tareas, ciertas rutinas.

Daría golpes con folios invisibles sobre la mesa.

Daría cualquier cosa por meter la nariz en su cuello.

Y, mientras tanto, finjo que la tristeza está de paso.

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Una falda azul